jueves, 15 de marzo de 2012

Viaje en 'kunda' al mercado de la droga

 y la miseria en la Cañada Real.

No sé si el infierno se puede parecer a lo que viven estas personas, pero yo voy a ser buena por si acaso. No se me ocurre ninguna enfermedad ni tragedia humana peor que la vida que llevan estos toxicómanos.

  • 'Bajar' al enclave es el plan diario de centenares de drogodependientes
  • Pagan cinco euros por el trayecto y otros cinco por una micra de base de coca
  • La Policía no amilana a los 'kunderos': 'No nos pueden hacer nada'
  • Los gitanos les reciben en casas con pinta de choza, pero blindadas por dentro
Un silencioso reguero de muerte se extiende cada día, como un río incesante, entre la glorieta de Embajadores, en Madrid, y la Cañada Real. En la primera, en el bullicioso centro de la capital, entre Atocha y la Puerta de Toledo, todo es ruido, color, vida. La segunda, recostada en una axila perdida de la A-3, huele a desastre por los cuatro costados (y a la basura del contiguo vertedero de Valdemingómez). Por la primera rugen y gritan madrileños de todo origen y condición. El supermercado de la droga, en la Cañada, está plagado de yonquis de rostro huesudo, uñas negras y temblor inminente. No por nada los antiguos vestían con tales atributos a la misma muerte.
El reguero es una especie de aorta de la tragedia entre el corazón de la ciudad y, tal vez, su rincón más olvidado. El reguero lo forman una colección de coches desvencijados, polvorientos, malolientes, casi tanto como sus dueños. Son las 'kundas', el improvisado metro hacia el horror que en realidad, para los toxicómanos, es un resquicio más de vida: la dosis. Los taxistas de este singular servicio participan del drama: por llevar a varios muertos vivientes a vivir un subidón más se llevan una 'punta': una micra de base de cocaína. Casi ni droga, en realidad, porque los camellos la mezclan con talco, detergente o lo que pillen. "Este invierno ni siquiera he pillado la gripe de tanto paracetamol que nos meten", me contaba estos días, descojonado, un yonqui en Embajadores.
Cinco euros cuesta el billete Embajadores-Cañada en 'kunda', diez si eres el único pasajero. La Policía efectivamente hostiga a los 'kunderos', les pide la documentación hasta una docena de veces el mismo día, monta controles en Atocha, pero "no pueden hacer nada contra nosotros, siempre que no demuestren que recibimos dinero", me explicaba un 'kundero'. Otro me contaba una anécdota reciente: "Una patrulla nos paró a la entrada de la Cañada, y nos multó por no llevar cinturones de seguridad. Nos llegaron a tener 40 minutos parados, y los dos chavales que llevábamos se morían del mono. Encima, ¡nos multaron con 200 euros a cada uno!".

11 meses entre rejas

Cada 'kundero' tiene su historia. Elena y Charlie, una pareja de adictos más majos que las pesetas, acaban de volver de Noruega, donde se tiraron 11 meses entre rejas porque les pillaron en el aeropuerto con medio kilo de cocaína. "Con la diferencia de precio, era como triunfar desde Brasil", cuenta Charlie, que un día trabajó de cocinero pero cuyas manos están hoy consagradas a conducir su dramático Hyundai Accent (donde por cierto duerme con Elena) en pos de otra puntita de base.
O Rabat, un marroquí que lleva 12 años en España "y en la ruina, siempre en la ruina, siempre en las 'kundas' y siempre enganchado". Todos ellos, como sus decenas de competidores que pululan cada día por el centro de la glorieta de Embajadores, recorren entre siete y 10 veces cada día los 20 kilómetros que enlazan la vida en Embajadores de la muerte en la Cañada, heredera de las célebres Barranquillas. Eso se extiende su círculo vicioso, su pescadilla que se muerde la cola: la droga es su necesidad y su medio de vida. Probablemente ninguno saldrá de él.
Igualmente tenebrosas son las 'tiendas' de este supermercado. Dos completamente distintas visité en la última semana. La primera tenía hasta su 'yonquiaparcamiento' privado, y estaba en una casa de puerta blindada. Entramos por un pasillo oscuro hasta una habitación herméticamente vacía, excepto por un ventanuco enrejado. Allí atendía una gitana de moño alto y pupila de águila. Tanto que en unos 15 segundos se dio cuenta de que lo que tenía delante no era ningún yonqui, al menos no de lo que ella vende. "¿Quién es este tío? Esto no me gusta, de aquí no vais a salir", le dijo entre dientes a mi cicerón, Charlie (que no fue o no quiso ser tan clarividente). "Tranquila, que es colega mío y le estoy habituando", se excusó él. Y salimos.
La otra compra se realizó en una cocina en la que una gitana joven sacó base de coca de una azucarera, con su niña jugando al lado y el marido viendo un programa del corazón en una pantalla de 70 pulgadas. Ahí a mi contacto, Rabat, le cayó una bronca por traer un solo cliente, que encima no quería ni 'caballo' ni 'farlopa': apenas dos micras de base, a cinco euros cada una. El 'kundero' se llevó su 'punta', pero también un cabreo de la abuela gitana: "¡Embustero!¡Y luego vendrás a por otra punta!".
Afuera nos esperaban los caminos sin asfaltar, el peligro en cada esquina y la ley gitana en esta parte de la Cañada, por la que transitan coches de Policía pero en la que ninguna poder político ha querido realmente meter mano. "Siempre hay que ir muy lento con el coche por aquí", me decía Rabat: "Si tocas a uno de los niños de los gitanos, no sales con vida". Los yonquis han puesto hasta tiendas de campaña junto a la iglesia de Santo Domingo de la Calzada, cercada por las jeringuillas como en los 80 lo estaban los centros de las ciudades. Sucede que no pasa el tiempo, ni siquiera luce el sol, por muy despejado que esté el cielo, en esta mísera esquina de la Calcuta madrileña.

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